No es lo
mismo marcharse que huir, eso mismo debieron de pensar Marina
y Sofía, cuando decidieron quedarse en Estambul aun después de los episodios
dolorosos de septiembre de 1955, cuando la comunidad griega fue brutalmente
perseguida por una turba enloquecida. De hecho, casi todos los griegos no
vieron otro remedio que exiliarse, pero ellas, por razones que quedan por
descubrir, no se fueron, sino que optaron por quedarse y año tras año lamentar
la ausencia de Marcos, muerto en esos
acontecimientos, a quien no quisieron dejar solo, bajo la tierra inhóspita y
fría del cementerio griego. Porque la vida no es siempre bondadosa y las cosas
no pasan según lo esperado. Cuando lo pilló esa muerte repentina e imprevista,
Sofía apenas contaba con 28 años y si no hubiera sido por su hermana mayor,
Marina, no habría logrado salir adelante. Porque no era tan fuerte como para
enfrentarse sola a la pérdida devastadora de su marido y al derrumbamiento tan
brusco de los sueños que había compartido con él durante su relación y su corto
matrimonio. En efecto, juntos habían soñado con una familia numerosa que
llenaría sus vidas de tareas bien acogidas y que animaría su casita
encantadora, la que habían heredado de sus ancestros, situada en el acomodado
barrio de Fener. Poco después de esa decisión, Sofía se daría cuenta de que lo
que la ataba con Estambul no era solo Marcos que yacía allí muerto, sino
cuestiones más complicadas, que incluso parecían indisolubles.
De ellas no sabía nada hasta que Marcos, mi compañero
universitario e hijo de ese Marcos que murió durante dicha noche otoñal tan
remota, me comentó que esos episodios de la historia reciente que tan
tranquilamente estudiábamos para aprobar la asignatura de la historia
contemporánea, habían dejado huellas indelebles en su familia. Así que tomé la
decisión de visitarlas, algo reservado e inseguro al principio, es verdad, para
conocerlas de cerca y observar con mis propios ojos la cotidianeidad de unas de
las pocas personas griegas que no dudaron en permanecer en la tierra que había
acabado siendo hostil, para reivindicar su prestigio perdido dentro de la poderosa
comunidad estambuleña. De hecho, quedé
en ir a su casa, en aquel barrio en el que habían vivido desde siempre, que lo
habitaba, desde antaño, entre otras minorías, la comunidad griega, de la que
ahora solo quedaban unas cuantas familias, entre ellas, la suya.
Eran las tres de la tarde cuando salí de la universidad.
De veras, no me había dado cuenta de lo agotado que estaba. Vacilé. Por un
lado, estaba ansioso por conocerlas y, por otro, por mucho que lo intenté, no
llegaba a quitarme del todo de la cabeza la idea incómoda de que quizá mi
visita fuera una intrusión en las vidas ajenas de gentes que ya habían sufrido
mucho. Entré en una cafetería para tomar un té reconfortante y animarme. Detrás
de las ventanas, contemplaba la
Plaza Taksim, pero estaba tan pensativo y distraído que no
conseguía fijarme en algo en concreto. El cascabeleo de las voces y de las risas
dentro del local, al igual que las bocinas de los coches sonaban muy lejanos,
mientras el vaivén perezoso de la gente en la concurrida calle peatonal de
Istiklal, así como los colores andantes de esa multitud diversa, vestida con
vestimentas abigarradas, vaqueros, chilabas árabes o ropa larga y calurosa, junto
con los letreros luminosos de las tiendas y de las tascas, el movimiento
cadencioso de los autobuses alrededor de la plaza y la mezcla inesperada de
colores en el mercado de flores en uno de los extremos de la plaza, ante mis
ojos parecían desdibujados, como si los hubiera cubierto un velo brumoso que me
impedía verlos con claridad. De repente, el tranvía nostálgico, color rojo
granate, que se movía lentamente cargado a tope de gente, partiendo en dos ese
hormiguero bullicioso e inmenso, me volvió a la realidad. De prisa, pagué y
salí, ya más decidido. No podía retroceder. Marcos me había dado las señas y me
esperaban en su casa. Posponer la visita todavía me parecía peor, de modo que
cogí el tranvía rumbo a su casa.
Pocas veces había visitado Fener. Me senté cómodamente y
di un suspiro. Podría haber cogido el ferry para ahorrar camino, pero me
convenía alargar el viaje. Ahora, tardaría más de una hora en llegar, de modo
que tendría bastante tiempo para reflexionar y prepararme. ¿Qué iba a suceder?
¿Cómo podría sacar información de esa mujer muda? ¿Justificarían mi visita? No
tenía la menor idea. Aún no nos habíamos alejado mucho de Estambul. Asomado a
la ventana, admiraba la belleza de los puentes colgantes a lo lejos, las aguas
azules y transparentes del Bósforo en las que se bañaba el sol amarillento de
la tarde y contemplaba, aquí y allá, alguna
que otra cúpula de una mezquita, alguna que otra bandera turca. Aún se veían
los rascacielos de cristal que, bajo la luz intensa, creaban un efecto
policromado, dando a la ciudad un aire de capital europea. Sucede que el
viajero queda atónito ante dichas bellezas y ante la grandiosidad de esos
rascacielos que se lanzan, firmes y erguidos, hacia el cielo, pero nosotros,
los lugareños, por muy orgullosos que estemos de esa ciudad, ya estamos hartos
de los días ajetreados, de las prisas, de los atascos, de las bocinas y de la
tanta concentración de gente. Según nos alejábamos del centro, ya me sentía
mejor. El tranvía se movía sosegadamente, parando de repente para recoger a la
gente que esperaba pacientemente en las paradas. De vez en cuando se oía algún
que otro frenazo brusco o alguna sirena de policía. Ahora ya estábamos en la
parte asiática de la ciudad. Según bajábamos, emergían del mar de Mármara cúmulos
de nuevas edificaciones, alguna que otra iglesia y cientos de chimeneas, cada
una de un tamaño y una forma levemente distinta, que coronaban un conjunto de
casas antiguas de madera, poco altas y con ventanas coloridas.
Bajé donde Marcos me había indicado y caminé buscando la
casa. Antes de llegar a la manzana donde estaba su casa vi una pastelería.
Menos mal, pensé, quería comprar unos dulces para romper el hielo. Nada más
entrar, me topé con el rostro sonriente del pastelero, que estaba arreglando el
lugar, colocando en la fachada del local cajas destapadas, de varios tamaños y
colores, con dulces deliciosos encima, acomodados de tal manera como para que
atrajeran a la clientela, así que cestas adornadas con cintas y flores de seda,
con dos o tres botellas de vino y unas cajitas de bombones encima, regalos
preciosos que no solo llamaban la atención, sino que también decoraban esa
misma pastelería. El olor subyugante de azúcar quemada me hizo evocar, como
siempre, mi niñez, por razones que todavía no he llegado a determinar, y cambió
de súbito mi estado de ánimo. Iba a comprar una caja de esos dulcitos preciosos
y todo iba a salir bien. Al fin y al cabo, Marcos me había alabado una y otra
vez a sus familiares, a “sus dos madres”, como solía llamar a las dos señoras,
y, de todas formas, él estaría allí conmigo. El pastelero interrumpió mis
pensamientos, se introdujo sin más ni más, así que me enteré de que se llamaba
Telalis y mientras me atendía, comentando que cada dulce no corresponde a
todos, sino que a personas concretas, sacó amablemente, sin darme cuenta, de
que los dulces iban dirigidos a las dos señoras. Así que al final, no elegí yo
los dulces que iban a acompañar nuestra merienda, sino que él colocó, con mucho
esmero, unos trozos de baklava con pistacho que desprendían un olor
penetrante de miel para la señora Sofía, un pudín de arroz que desprendía olor
a limón para la señora Marina y, para Marcos, unos mustachudos marrón
rojizos, esos cookies de nueces tan preciosos que huelen a canela, en tres
cajitas distintas, que las envolvió, con capacidad destacable, con una hoja de
papel ilustrado y alegre y acto seguido me las dio, pidiéndome que les diera a
las señoras sus recuerdos. Asenté con la cabeza, tratando de esconder mi
sorpresa y nada más darle las gracias, salí de prisa, guardando en la mente su
conocimiento aparente de los gustos de las señoras que me costaba explicar.
Ya eran las cinco y media, ahora veía la casa de Marcos,
un edificio antiguo de madera de dos plantas sin nada impresionante por fuera, tal
como mi amigo me lo había descrito. De hecho, a medida que me iba acercando, me
impresionaba cada vez más su estado lamentable, patente en cada esquina y cada
rincón. La pintura del vallado estaba deteriorada, en un tiempo debía de haber
tenido un color verde de ciprés brillante y llamativo, pero ahora solo quedaba
un color verdoso apagado, manchado de lodo y cubierto de musgo a los pies. El
color amarillo maíz de la propia casa era tan difuminado que recordaba una
acuarela gastada por el uso excesivo de agua al diluir los colores. Si no
supiera que allí vivía Marcos con sus familiares, afirmaría que era sin duda
una casa deshabitada, abandonada hace años por inquilinos que se fueron de
prisa, dejándola desidiosamente a su suerte y condenándola para siempre a esa
condición deplorable en la que la veía hoy. De veras, parecía como si alguien
hubiera intentado, a propósito, borrarla de la vecindad. Estaba confundido. El
jardín, en vez de adornar los contornos del edificio, ponía aun más de relieve
su estado decadente. La vegetación exuberante que crecía por todas partes, esto
es, arbustos espesos y unos viejos árboles, sobre todo álamos y cedros, parecía
ahogar esa misma casa, impidiéndola respirar. Solo las flores vistosas de unas
adelfas, esparcidas de acá para allá, discordaban, por lanzarse tan vívidas y
cálidas dentro de la imagen desteñida y fría que se desplegaba ante mis ojos.
Un columpio en el fondo del jardín, con las cadenas torcidas y enmohecidas,
subrayaba la soledad y el desamparo que transmitía la casa.
Respiré hondo para animarme. No tuve más remedio que
dirigirme hacia la puerta. Llamé al timbre con firmeza y esperé. De reojo, vi a
una mujer de unos cincuenta años, una silueta transparente que se asomó a la
ventana agitando levemente las cortinas, para desaparecer enseguida. Fue ella
la que abrió la puerta y me saludó sobriamente, dándome su mano, sin articular
ni una sola palabra, de modo que entendí inmediatamente que era ella la
“princesa muda” del barrio, según la había llamado Telalis, esto es, la madre
de mi amigo. Acto seguido, apareció Marcos, acompañado de su tía, Marina, la
hermana mayor de la señora Sofía, una mujer erguida y gruesa, sonriente y
encantadora, que nos contagió su alegría nada más entrar en la casa. Aparentaba
menos de sesenta años, aunque ya contaba con 63 años y en los ojos brillantes
que me dieron la bienvenida pronto percibí la tenacidad y la fuerza del
carácter, a las que Marcos atribuía el hecho de que las dos hermanas hubieran logrado
salir adelante tras los episodios devastadores de sus años adultos. Me
condujeron a la salade estar y enseguida las dos hermanas desaparecieron,
dejándome con Marcos.
Profundamente afectado por la imagen desolada y
repugnante del exterior de la casa, no pude retenerme y comenté más tarde lo
asombrado que me había dejado el ambiente acogedor de la casa. “Creo que nunca
en mi vida he visto un contraste tan significativo entre imágenes tan cercanas”,
dije. La habitación donde habíamos pasado, pintada de un color amarrillo
mostaza que daba un calor alentador, relucía con perfecta nitidez y orden. Los
colores vívidos de las alfombras viejas acariciaban el suelo y, junto con el
fuego recién encendido, calentaban aun
más la casa y hacían que me sintiera a
gusto. De vez en cuanto me sorprendía el crujido de la leña o el ronroneo del
gato, recostado cerca de la chimenea. Los muebles antiguos y las arañas
colgantes daban un aire aristocrático al salón, mientras unos tapices colgados
en las paredes, a manera de adorno, en los que predominaban tonos de beige y de
canela, que jugaban con el marrón castaño del tapizado de las sillas y del
sofá, relajaban el ánimo e invitaban a la comunicación. Una máquina de coser,
otro vestigio de un pasado lejano, cubierta de una tela larga, bordada a mano, complementaba
la decoración. Mi mirada se dirigióal cuadro al lado opuesto del sofá y me
quedé atónito. No era una pintura, sino la foto de un chiquillo de unos dos
años, montado en una bicicleta de niño, con una mano agarrando el manillar y la
otra levantada para saludar a alguien que no se veíaen la foto, al que se
dirigía, con una sonrisa orgullosa dibujada en el rostro alegre. “¿Es un
pariente?” pregunté asombrado a la señora Marina que había vuelto al salón,
porque nada más verlo y por razones que no lograba identificar, el niño de la
foto me resultaba familiar, su cara en concreto, o quizá su mirada, por muy
exagerado que esto suene. Evitó darme una respuesta fija o así me pareció y,
algo apresurada, procuró cambiar de tema, preguntándome a su vez si la casa era
como la había imaginado. Al mismo tiempo observaba a la señora Sofía mientras
preparaba la merienda. Era sobradamente delgada, por lo que se le veía mayor y
frágil, una muñeca de porcelana vestida de encajes, de color azul oscuro, como
las muñecas de otra época que adornaban la repisa de la chimenea. Su
pelo negro azulado, las arrugas finas alrededor de los ojos plomizos y las
ojeras marcadas, lejos de afear su rostro, destacaban su delicadeza y reflejaban
de manera obvia las adversidades que cruzaron su camino. La veía colocar sobre la
mesita baja del salón los cubiertos, el azucarero, la tetera, los vasos turcos
de vidrio para el té de manzana, adornados con una franja fina
de oro, y los dulces deliciosos, parte inseparable de su rito
hospitalario, con movimientos lentos y moderados, como si el tiempo transcurriera
a ritmo más lento para ella misma. Era tal su ensimismamiento que ni siquiera
se había dado cuenta de que llevaba tiempocontemplándola, mientras fingía estar
atento a la conversación amistosa que habíamos entablado la señora Marina,
Marcos y yo. Cuando su mirada tímida, al levantarse, se tapó con mis ojos
observantes, de repente se ruborizó, volviendo de prisa a su tarea. Estaba
distante, pero la rodeaba un aura de bondad y de benevolencia y bajo el rostro
tranquilo y apacible que ponía pronto capté, por pura intuición o quizá porque
ya sabía algo de su pasado afligido, una melancolía bien disimulada y una
tristeza escondida que la consumían silenciosamente.
No estaba del todo seguro de que fuera muda. De repente se me ocurrió que no
era una incapacidad física lo que la impedía hablar, sino una opción propia que
había adoptado por razones que todavía desconocía.
No sabía cómo empezar a preguntarles cosas. Desde
mi llegada la señora Marina se había esforzado en romper el hielo y no quería
estropear ese clima agradable y cómodo que había logrado crear y me rodeaba
gozosamente. Mis dudas me invadieron otra vez. ¿Cómo podría descubrir un punto
de vista distinto del mío sobre aquellos acontecimientos de mi historia sin que
salieran a flote las viejas heridas de la familia de mi amigo? Desde mi niñez
había solo escuchado a mis parientes hablar despectivamente sobre los griegos,
pero yo, desde mi primer día en la Universidad, había conocido a Marcos que
desmentía todo lo que me habían contado sobre ellos. Lo que me había llamado la
atención en primer lugar fue su prudencia y su moderación. No se dejaba llevar
por los sentimientos, sino reflexionaba cautelosamente antes de dar su opinión
o tomar una decisión. A veces me sorprendía su sentimiento de justicia y de
moral, difícil de encontrar hoy día, al menos a edades tan tempranas. Una y
otra vez había atribuido esas cualidades suyas a las dificultades que había
experimentado, según me había contado, que deben de haber forjado su carácter,
dotándolo de una sabiduría propia de gente mayor. Sin embargo, ser razonable y
sensato no le impedía mostrarse sensible y considerado e interesarse
sinceramente, con una discreción especial, por su próximo, sea griego o sea
turco. Tenía una gentileza de corazón digna de elogio y una dulzura en su trato
con la gente, propia de quienes han visto muchas cosas, pero saben guardar lo
mejor de la vida y salir adelante, sin rencores y sin venganza. Se parecía
mucho a su madre no solo en su aspecto físico, siendo erguido y delgado como
ella, con complexión pálida, iluminada por los ojos verdes oliva, sino también
en su forma de ser: tímido, poco hablador y reservado, distraído a veces y
distante como si algo lo preocupara e incluso melancólico, como aplastado por
el peso de una calamidad sufrida o de una pena vivida. Cuando me atrevía a
preguntarle qué le pasaba, me contestaba que nada y cuando insistía en que
desahogara su tristeza sigilosa conmigo, me decía que sentía en el corazón una
angustia ardiente y un vacío penoso que lo torturaba, sin poder explicar su
causa, que lo impedía sentirse contento del todo y despreocupado.
Al final, todo evolucionó de manera diferente de la que
había supuesto. Cuando la señora Sofía terminó con su ritual, nos
invitó a tomar el té. Entonces, la señora Marina recordó mi comentario
anterior y quiso explicarme el porqué del estado lamentable del exterior de la
casa, así que empezó a contarme que tras los pogromos (las persecuciones
dolorosas) dolorosos del septiembre de 1955, los turcos no dejaron de perseguir
a los griegos de Estambul y de percibirlos con sospecha, y todavía más los que
residían en pleno centro. Ellas, viviendo en las afueras de Estambul, tuvieron
el privilegio de no estar en el ojo del ciclón, sin embargo, temiendo a que las
masacres salvajes no hubieran terminado y que siguiera la expoliación de los
bienes de los griegos, porque todo lo recubría una incertidumbre lúgubre y
confusa, decidieron dejar la casa a su suerte, con tal de borrarla para siempre
de las miradas hostiles de los perseguidores. “Es más, Kemal”, agregó la señora
Marina, “la muerte del padre de Marcos en sí supuso no solo uno de los más
rudos golpes sufridos por mi hermana, sino también una desventura para ambas,
difícil de franquear, porque de la noche a la mañana nos encontramos solas, dos
figuras enlutadas al borde del abismo, azotadas sin piedad, con nuestro negocio
devastado por completo, al igual que todos los negocios de los griegos, sin
recursos en medio de aquel contratiempo y con Sofía llevando a su hijo en las
entrañas, aún sin saberlo.” No sé si la señora Marina estaba dispuesta a añadir
más cosas en aquel momento, pero no pudo hacerlo, porque la señora Sofía, nada
más escucharla hablar sobre los hechos luctuosos de aquella época, saltó como un resorte y, con el rostro
estremecido por la congoja y los ojos más cristalinos que nunca, porque apenas
sostenía las lágrimas, salió del salón. Me quedé boquiabierto y con los ojos
interrogantes seguí a aquella figura frágil que escapaba apresuradamente y de
pronto me di cuenta de que algo todavía más cruel que aquella violencia sin
sentido contra la comunidad griega o la muerte tenebrosa de su querido difunto
debía de haber dejado heridas indelebles en su alma, que le seguían sangrando, más
de veinte años después de que tuvieran lugar. Fue un momento muy incómodo,
busqué inquieto los ojos de Marcos y de la señora Marina como apoyo, pero
enseguida volvió la señora Sofía, más ensimismada y rígida esta vez, y con las
manos casi temblando, sin mirarme directamente, me entregó un diario viejo, con
las páginas arrugadas e incluso rotas, por el transcurrir del tiempo o quizá
por el mucho leer y, acto seguido, se dirigió a su silla y se sentó, así de
repente, sin más ni más... Incapaz de pronunciar ni siquiera una palabra,
apreté el diario fuerte contra mi pecho, sin poder contener la conmoción que
recorría todo mi cuerpo. Fiarse de mí era el primer paso y eso sí, había logrado
darlo. A partir de aquel momento, no me acuerdo de nuestra conversación con
mucha nitidez. Porque, como si nada hubiera ocurrido, nos desviamos del pasado
espinoso para volver a cuestiones ligeras y menos complicadas de nuestra
cotidianeidad hasta que el sol empezó a caer y entonces me puso de pie, me
despedí y me fui.
El
viento fresco que me sopló en la cara al salir, así como el olor tierno de la
tierra humedecida, entremezclado con el humo de las chimeneas y las fragancias
que venían del mar, me sorprendieron agradablemente. Cogí un taxi para regresar
a casa cuanto antes. Por las ventanillas del coche contemplaba sin pensar las
sombras del paisaje que corrían rápido, algún que otro perfil difuminado de
mezquitas y los colores apagados de un atardecer apacible y quieto que se apresuraba
a dar su lugar a una noche melancólica y misteriosa. A lo lejos, resonaba la voz del almuédano que llamaba a
la oración. No estaba seguro del todo de que estaba listo para descubrir
verdades descarnadas aquella noche, sin embargo, nada más volver, encendí todas
las luces de mi sala de estar, me acomodé en el sofá y empecé a hojear el
diario pesado, leyendo renglones sueltos e intentando descifrar palabras
manchadas por las lágrimas:
“7 de septiembre de 1955. No quiero
ver más la luz del sol. No quiero vivir más en esta tierra despiadada. Estoy
desesperada. Amor mío, te pusiste delante de mí para protegerme, cuando
entraron en nuestro negocio, animales salvajes con aspecto feroz, para
derrumbarte enseguida herido por sus balas frías en mis brazos, derramando ríos
de sangre. Estoy viva solo porque me pensaron muerta, cuando me vieron
arrastrada por tu peso en el suelo, desmayada por el horror. ¿Por qué no me
dejaste morir contigo? Quitaron toda la ropa de las estanterías, donde la
colocábamos, día tras día, con tanto esmero y la arrojaron toda al suelo,
rompiendo los escaparates al salir, con cólera descabellada. No entiendo nada.
Lo destruyeron todo a su paso, sin piedad y sin escrúpulos. Con pintura habían señalado
todas las casas y los negocios griegos para atacarlos luego e incluso
encenderlos. ¿Cómo no nos habíamos dado cuenta? Cuando pude salir en la calle
temblando de miedo, me costó reconocer nuestra Estambul: trozos de cristales
disparados por todos lados y una alfombra que cubría la calle Istiklal desde un
lado al otro de objetos abigarrados, ropa pisoteada, adornos destrozados,
comida pisada, muñecos decapitados. Y cuerpos humanos inertes, envueltos por
una nube asfixiante, apilados en rincones tenebrosos.... Pesadilla de gritos y
de gemidos de pena. He visto todos los terrores del mundo en un solo día. Con
el corazón sollozando y los ojos sobresaltados, cariño, te estoy preguntando
cómo puedo seguir sin ti. No sé cómo afrontar este espanto, ahora que no estás.
Mi voz ya no sale por tanto llorar. Dolor infinito...”
“9 de septiembre de 1955.
Indignación. Esta es la palabra que define mi estado de ánimo hoy. Indignación
porque no han respetado nada. Indignación porque me privaron de mi querido,
obligándome a vivir en adelante una vida vacía. Indignación y repugnancia por
este estadillo absurdo de violencia... Y miedo. Miedo porque ya no estás. Miedo
porque no sé lo que tiene en la mente esa gente desalmada que nos atacó. Miedo
porque no sé hasta qué punto le va a conducir el nacionalismo irracional...”
“28 de septiembre de 1955. Estoy
embarazada. Hoy me enteré de que daré a luz gemelos a finales de abril. Hijos
de primavera en un mundo de tenebrosidad invernal. Soñábamos juntos con un
hijo, que complementara nuestra felicidad. Pero ya no hay felicidad. Tras el
saqueo, no hemos ido otra vez a nuestro negocio. Los ojos no soportan ver de
nuevo este lugar odioso donde te caíste muerto. Estamos en apuros. ¿Cómo
sobrevivirán estas criaturas inocentes? ¿Cómo crecerán desprovistas del amparo
de tu amor y de tu presencia? Estoy preocupada. Me invade el miedo...”
“14 de enero de 1956. Mi alma no se
alivia. No es verdad que las heridas se curen con el paso del tiempo. A veces
tu ausencia es insoportable. Hago cosas innecesarias, llevo horas seguidas engalanando
la casa con detalles inesperadas, para guardar la mente ocupada a lo largo del
día, pero los hijos que llevo en las entrañas me recuerdan a ti en todo
momento. Y ya no cuento con el calor de tus abrazos alentadores y de tu cariño
que me abrigarían en la tempestad. Mis días se han vuelto tristes y oscuros...”
“17 de mayo de 1956. Bendita maternidad. No
existe momento más bello que el que uno lleva en los brazos a su hijo. Y es
doble la alegría si son dos las criaturas frágiles que salen de su vientre.
Ojalá que todo sea distinto desde hoy...”
“12 de junio de 1956. Todo va de mal a peor.
Es muy duro contarse entre una minoría venida a menos. Nuestros medios son
escasos. Un trozo de tierra en nuestro jardín, un huerto de mala muerte, nos
proporciona la comida. Siento que mis fuerzas me fallan. No nos alimentamos
bien, los niños intuyen nuestra angustia y están quietos. Marina intenta
animarme. Nos pusimos a coser en casa. No tenemos más apoyo que el de Telalis,
nuestro vecino de toda la vida. Solo en él confiamos, no nos traicionó ni
siquiera en los acontecimientos de septiembre, pese a que es turco. Es un buen
hombre. A la menor oportunidad nos manda alguna que otra barra de pan, recién
horneada o algún dulce, inventando pretextos para que no nos sintamos
incómodas. De vez en cuanto nos manda a gente para que le arreglemos ropa, así
que hemos empezado a tener una clientela minúscula.”
“23 de julio de 1956. No merezco que
me llamen madre. Una madre se supone que da su vida por su crío y yo te he
entregado en adopción. Ahora tus ojos brillantes relucen los días de otra
madre, otros dedos acarician la piel sedosa de las mejillas y tu sonrisa
fosforescente calienta el seno de otra familia. ¿Cómo he podido convertir la
vida que me regalaste en muerte? ¿A qué vida tengo que refugiarme ahora para no
sentir? ¿A qué vida tengo que escapar para no sufrir? Porque la mía es un
infierno, lleno de fantasmas y remordimientos. Desierto en el alma. Y va
apagándose mi corazón...”
“25 de
agosto de 1956. “Lo único que me aligera el peso de la separación es que la criatura
esté en manos de buena gente. En lo sucesivo, Telalis y su mujer, que no han
podido tener un hijo, por mucho que lo quisieran, se harán cargo de mi niño y le
ofrecerán la vida que yo no era capaz de ofrecerle. Fue él quien nos respaldó
también en la burocracia enrevesada de la adopción.”
“18 de mayo
de 1957. Ismael, hijo mío, tu ausencia resulta más dura de lo previsto. Ahora estoy
sufriendo dos pérdidas. De la tuya solo yo soy responsable. Marcos, el hermano
del que te privé, disfruta de mi amor y de mis caricias. Pero guardo en el alma
un pedacito de mi afecto solo para ti, aunque nunca podrás gozarlo. Hijo, no sé
si me vas a entender alguna vez y perdonarme. A veces uno se ve obligado a
tomar decisiones irremediables. Pero la necesidad no expía la culpa, tampoco
alivia la carga del sufrimiento. Entonces uno no quiere hablar más palabras y se
retira al silencio para siempre, un silencio infinito y frustrante, como el
luto...”.
“25
de septiembre de 1958. Estoy
padeciendo una depresión insistente que se niega a moderar, como un barnizado
implacable. De tiempo en tiempo veo a Ismael. Telalis me ha dado una foto suya.
Está en su bicicleta de niño y se le nota la felicidad. La voy a enmarcar para
colgarla en el salón. De esta manera lo sentirá más cerca. A veces pienso que
aquella decisión solo desgracias y dolor me ha acarreado. En algún momento
tendrá que hablar a Marcos. ¿Cómo me atreveré a hacerlo? ¿Es posible que
entienda mi conducta? Nunca encontraré la paz...”
Casi oía su voz lastimosa, llena de
angustia, aunque nunca la había oído hablar. Y ya no veía claro, se me habían
enturbiado los ojos. Cerré el diario con decisión, no aguantaba saber más
detalles de aquella historia triste en aquel momento. Se me habían desvelado de
un golpe verdades morbosas, silenciadas durante años y no estaba preparado para
soportarlas.
Poco después de mi visita a la casa
de Marcos, de golpe perdí todo rastro de él. Tras que faltara a clase tres
veces seguidas, intenté ponerme en contacto con él, lo que resultó imposible.
Por encontrar su móvil apagado a todas horas, se me ocurrió que ya se había
enterado de la existencia de su hermano gemelo. Quizá aquel encuentro otoñal en
la casa decrépita de las señoras hubiera puesto en marcha un proceso aplastado
sigilosamente durante años. De ahí que no tuviera más remedio que esperar.
Cuando apareció unas semanas después, me pareció cambiado. De hecho, se le
notaba más delgado y andaba lento, desalentado, con pasos pesados, como si los
pies no pudieran aguantar el peso de su propio cuerpo, con los hombros
encogidos y con los ojos, de un verde más cenizoso de lo habitual, más
pensativos y tristes. A veces parecía no darse cuenta de mi presencia cuando lo
saludaba desde lejos y mi mirada furtiva lo había sorprendido, una y otra vez, distraído
y tenso. Por lo que evité hablar con él en directo y tampoco me atreví a
sentarme a su lado en la clase.
Durante las vacaciones de Navidad, me encontré por
casualidad en su vecindad. Los reconocí enseguida. Paseaban despacio por la
calle fuera de su casa. Dos figuras que iban desdibujándose bajo los colores
cambiantes del atardecer, marcadas por episodios sombríos de la misma historia,
dos figuras que durante años seguían caminos diferentes en el mismo trozo de
tierra pero acabaron caminando juntos, el uno al lado del otro, desahogándose
el uno con el otro, con compresión impulsiva y paciencia contagiosa, porque
eran hermanos, hermanos de sangre, hermanos de corazón...
(Relato de Jrisula Xenu para la clase Taller de Escritura – 10/1/2011)